LAS YEMAS DE TERESA
De pie, inmóvil, al otro lado de la calle, contemplé durante unos eternos segundos la puerta entreabierta del local, con la luz azulada del neón informando al posible comprador de las exquisiteces que en su interior se podían encontrar. Me pregunté si ya estaba preparada para entrar y, sorteando los automóviles que en tropel se acumulaban en la calle, pasé al otro lado.
Dos hombres apoyados en el quicio de la puerta, mostraban su pecho cubierto de largo pelo negro rizado a través de sus camisas desabrochadas, con largas cadenas de oro colgando entre el frondoso bosque y con pantalones ajustados, marcando paquete. Éstos miraban de arriba a abajo a las pocas personas que a aquellas horas de la madrugada entraban en el local, lo cual hizo que una oleada de rubor quiceañero subiera a mi rostro.
Empujé la puerta y entré apareciendo frente a mí un mundo que hasta aquel momento me era desconocido.
Un hombre obeso y de baja estatura , oliendo a perfume barato para quizás disimular la falta de agua corriente, apoyado en el mostrador, repasaba minuciosamente una revista con ojos saltones al tiempo que un reguero de baba se asomaba por las comisuras de sus labios. Mientras , del fondo del local, otro salía abrochándose con mucha torpeza la bragueta del pantalón.
Miré a mi alrededor y no tardé mucho tiempo en ver lo que había ido a buscar. Un falo, de dimensiones considerables que podría encajar perfectamente en mi vagina.
El artilugio estaba coronado con unos bien moldeados testículos entre los cuales se hallaba el dispositivo para que, una vez accionado, vibrara en el interior de la vagina. Sin dudarlo lo compré.
En mi camino a casa, con el paquete entre las manos, mi mente ya preparaba el acto de penetración, acto que, como no, tendría lugar en mi habitación, el lugar que consideraba mi paraíso así como también el de mis vecinos pues nuestras casas estaban separadas por un fino tabique que transportaba mis momentos más sublimes a un hombre y una mujer de edad avanzada a los que siempre imaginaba intentando alguna laboriosa hazaña sexual al ritmo de mis gemidos y que muchas veces, después de una noche loca, al salir a la calle y cruzarme con el hombre, sabía por su mirada si había dado sus frutos o no. Contraseña que usábamos sin decir una palabra.
Desde muy temprana edad puedo presumir de tener un sexo hambriento, caliente y que se humedece fácilmente. Me gusta tener tiempo para dedicárselo a mi cuerpo, explorar con las yemas de mis dedos todos y cada uno de los centímetros de mi piel. Mis orgasmos son interminables, escandalosos.
Al llegar a casa, sin tiempo de desvestirme, me encerré en la habitación, me eché en la cama y una vez abierto el paquete contemplé el precioso regalo que se encontraba en su interior. Accioné el dispositivo y empezó a vibrar . Unos segundos después lo introducía lentamente en mi vagina. Un poco hacia adelante, un poco hacia atrás, adelante, un centímetro más, hacia atrás, adelante, otro centímetro, hacia atrás, hasta que los testículos golpearon con movimiento sincronizado, los labios de mi vagina. Gemidos y más gemidos, mano empapada, temblor, grito final.
Al cabo de un corto periodo de tiempo caí completamente extenuada y hasta pasadas unas horas no me despertó el ruido de puertas al abrirse y cerrarse, gente subiendo y bajando escaleras; provenían de la casa de al lado. Me incorporé de la cama intentando ponerme de pie sin perder el equilibrio con una sensación parecida a la resaca y me asomé a la ventana . Una ambulancia con las puertas traseras abiertas aguardaba a los enfermeros que habían entrado en la casa de al lado.
Mi curiosidad iba en aumento,así pués me vestí y bajé a la calle. Entré en el angosto pasillo que conectaba con el piso superior por medio de una escalera de caracol y miré hacia arriba. Intentaban bajar por la escalera el cuerpo de una persona en una camilla pero era totalmente imposible por lo que las discusiones entre los jóvenes enfermeros iban en aumento. Al fín optaron por bajar el cuerpo sentado en una silla y atado con unas gruesas correas para que no cayera en su odisea. La imágen de su rostro , era nítida: mi vecino, con los ojos abiertos, desorbitados. Su esposa, apoyándose en la barandilla y con unos regueros de sangre cayendo por sus piernas , dejaba un rastro escalofriante por los peldaños Los introdujeron en la ambulancia y ésta partió a toda velocidad. Nunca más supe de ellos.